AGUAS


Empezó a correr, poniendo todo su empeño en esas zancadas, cada vez más veloces, hasta llegar al borde del peñón. Dando cuanto impulso pudo a sus piernas, saltó ágilmente hacia el cielo y contorneando el cuerpo, estiró los brazos hacia adelante y empezó a caer en picado. Bajaba, bajaba, bajaba sin freno desde lo alto del acantilado, se sentía pájaro por un instante, abriendo y cerrando los brazos ciñendo el viento, llenando sus pulmones de aire, hasta que sus dedos separaron el piélago y dejaron paso a su cuerpo, que se zambulló garbosamente entre las olas.
Siguió descendiendo hacia la oscuridad, apartando el agua a su paso para avanzar rápidamente hasta lo más profundo del océano. Al cabo de varios segundos, llegó a la cueva. La había descubierto unos días antes mientras hacía submarinismo con unos clientes. Sin decir nada a nadie, memorizó las coordenadas y hoy volvía a investigar el terreno.
Mientras se introducía en el entramado de algas verdes y coral, pensó que debía haber ido al almacén a buscar las bombonas de aire y el traje de neopreno, pero como siempre, irresponsable e impulsivo, se había lanzado al agua en bañador sin plantearse nada.
Empezaba a notar un poco de frío, vio una hendidura por donde pasaba justo su cuerpo y, moviéndose lentamente, se introdujo en la cavidad rocosa. Había muy poca luz y empezaba a faltarle el aire, sería mejor regresar y volver más tarde con el equipo, ya se lo decía su padre: “quien no tiene cabeza, tiene que tener pies”. ¡Cómo odiaba darle la razón! Siempre se habían enfrentado, sus puntos de vista, absolutamente dispares, no le habían permitido acercarse mucho a él, demasiado distintos, su padre de pensamientos nocivos y él totalmente diáfano, aunque físicamente eran iguales, altos, atléticos, tez morena, ojos negros y una sonrisa encantadora. Dio la vuelta y empezó a cruzar la entrada de nuevo, cuando ya tenía medio cuerpo fuera notó como su cadera se encasquillaba en el agujero, comenzó a empujar con las manos, pero no podía moverse, ni hacia adelante ni hacia atrás. Se estaba asustando, había bajado demasiado y no aguantaría más de un minuto sin aire, se puso nervioso y, pataleando ferozmente, intentó avanzar, pero sólo consiguió agotar las pocas fuerzas que le quedaban. Los segundos pasaban rápido y no pudo evitar soltar el aire que le quedaba, las burbujas se despidieron de él, flotando, subieron rápidamente hacia la superficie. Él, aturdido, no quería dejar de luchar, sólo tenía 32 años, no podía morir así, entonces su cuerpo reaccionó, sin él quererlo, abrió sus labios y engulló una bocanada de agua; ahora no podía respirar, empezó a dolerle el pecho, la cabeza, notó como cada vez veía menos, turbiamente, la luz se fue difuminando, su imaginación le tergiversaba la realidad, delante suyo, una sirena se acercaba, moviendo su esbelto y voluptuoso cuerpo, como si de una danza erótica se tratara, era bella y con una larga melena rubia ondulada. Su cola plateada, brillaba incandescentemente reflejando miles de flashes de luz. Se arrimó a él hasta cogerle la cabeza entre sus manos y le dio aire directamente de su boca. Eso debía ser el cielo, estaba muriendo, Nico cerró los ojos y perdió el conocimiento.
Le dolía terriblemente la espalda. No sabía cuanto tiempo llevaba allí. Despertó en una especie de pecera, alzó la vista y no lo podía creer, encima suyo un techo de agua límpida le protegía de un exterior imperceptible, las paredes, también acuosas, dibujaban remolinos azul-verdosos que giraban en todas direcciones, esbozando un mar de aguas cristalinas que le encerraban apartado de otra realidad. No había puertas ni ventanas, ni tan sólo una abertura por donde salir. No sabía si estaba vivo o muerto, sólo que sentía su cuerpo y recordaba estar atrapado en aquella fisura en la roca.
Esperó varias horas, tumbado en el suelo, un lecho blando de agua seca, templada, manteniendo todo el rato los ojos cerrados, ya que el girar de las paredes le mareaba y era incapaz de levantarse. Entonces oyó un ruido desconocido, como el zigzaguear de una serpiente en una hojarasca. De repente, en medio de la pared, apareció un rostro, era la sirena, miraba curiosa al individuo que yacía allí, tímida y fisgona le sonrió y volvió a desaparecer. Nico la llamó, pero fue inútil, nadie le respondió. Al cabo de un rato, otra vez ese ruido, pero ahora las cuatro paredes se llenaron de caras mironas, entre ellas la de ella, rostros blanquecinos con ojos claros, expectantes de que él les sorprendiera con algo nuevo. Era evidente que no eran de la misma especie. Muy sociable les saludó: “Hola, me llamo Nicolás. ¿Dónde estoy?”. No obtuvo respuesta alguna, parecía que no le entendían, intentó levantarse, pero no podía, una especie de gravedad le succionaba hacia el suelo, como si estuviera en el centro de un remolino. Insistió en comunicarse:”Por favor, ¿alguien puede ayudarme? Tengo que volver a casa”. Todos ellos seguían mirándole atentamente, pero sin decir ni hacer nada.
Entonces uno de los fisgones, deslizándose, traspasó la pared de enfrente de él y entró en la celda marina. Era un adulto que medía unos dos metros de altura, corpulento, ojos verdosos, llevaba una cinta dorada alrededor de la cabeza, calva, resplandeciente, adornada con pequeñas piedras preciosas azules y verdes, de conjunto con otra más delgada que le rodeaba el bíceps derecho. Sorprendentemente, se apoyaba erguido en su cola de pez, semi-doblada por encima de las aletas finales. En ese momento Nico percibió un suave olor a sal, debía ser el intruso, que permanecía delante de él sin hacer nada. Nico le miraba fijamente, controlándole, no sabía como podía reaccionar. Entonces, el hombre-pez, sacando un pequeño tridente, señaló hacia el suelo, y cesó la presión gravitatoria que le engullía hacia abajo y, por fin, pudo ponerse de pie. Las paredes de su alrededor dejaron de ser sólidas, y convirtiéndose en un montón de agua, se desvanecieron hacia el suelo, desapareciendo, dejando ver una enorme y hermosa sala translúcida en tonos blanco y azul cian, con grandes escalones, que perfectamente podrían simular un antiguo teatro romano, donde había miles de seres iguales al anterior, quienes estudiaban cada detalle de su persona. Nico alucinaba, todos eran iguales, y ellas también, no sabía qué tenía que hacer. Ellos seguían observando y él, en medio del enorme corro, se empezaba a poner muy nervioso. Se dio la vuelta para ver si detrás de él había algo diferente, pero no, la misma imagen, los mismos seres.
Notó otra punzada en el dorso, esta vez más fuerte, con la mano fue a tocar la zona dolorida, y, estupefacto, se dio cuenta que le estaban saliendo escamas en la parte baja de la espalda, ¡¡¡se estaba convirtiendo en hombre-pez!!! Se horrorizó, por eso todos le ojeaban, estaban admirando su metamorfosis, Nico, asustado, quiso arrancárselas, huir de allí, pero no pudo, sus piernas perdieron el equilibrio y cayó al suelo, notaba cómo sus muslos se comenzaban a unir, bajando la costura hasta los tobillos, su cuerpo se enfundaba en una especie de bolsa gelatinosa plateada de dónde nacían miles de escamas hexagonales que le vestían de nuevo. Entonces, la punzada de la espalda empezó a subir hacia el cuello, su cuerpo empezó a convulsionar, aguantó su cabeza fuertemente entre sus manos, pero no podía dominar ese intenso dolor, gritaba y gritaba que alguien le ayudara, pero ellos seguían mirando, impasibles, Nico estaba asustado, creía morir, pensó en su familia, en su padre... hasta que todo cesó.
De pronto, se sentía muy bien, relajado, sano, feliz, capaz de todo. Separó las manos de su cara y abrió los ojos, casi todo había cambiado, ya era un hombre-pez, al igual que los otros, ellas, bellas sirenas sonrientes, pero ahora ya no eran todos iguales, cada uno tenía su propia apariencia, su expresión ya no era fría y distante, e incluso podía entender lo que decían. Era uno de ellos, y se sentía bien así, siempre había amado el mar, pero ahora se consideraba parte de él. Se levantó y todos empezaron a felicitarle, abrazarle, y ante su estupor, a él le parecía fantástico, le daba igual todo lo demás.
Le explicaron que cuando la sirena le había besado le había contagiado sus genes, y al ver que no moría ahogado, le habían llevado hasta allí, una ciudad acuática habitada por miles de hombres-pez y sirenas, todos ellos  antes humanos, amantes del mar, que habían estado a punto de morir. Quiso saber qué pasaría en el mundo terrestre, le contaron que para su familia él habría desaparecido en el océano, le darían por muerto. A Nico le supo mal, no podría despedirse de los suyos, jamás volvería a verlos, aunque si hubiera muerto tampoco hubiera podido. Todo era nuevo, extraño, tendría que acostumbrarse a esta nueva vida que le había regalado el destino.
Durante los siguientes meses, le enseñaron todos y cada uno de los lugares de su nuevo ecosistema, cómo alimentarse, sobrevivir, su colaboración en la comunidad... y lo que más le gustaba, hurgar y descubrir nuevos parajes marinos ocultos, aunque, eso sí, añoraba en secreto saltar del acantilado y sentirse pájaro por un instante.

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