FLIP

Estaba sentado en esa enorme piedra al lado del árbol centenario, cerca de la orilla del río. Llevaba los pantalones nuevos verde limón con sus tirantes de la suerte rojos, que marcaban su torso bajo la frondosa manta de vello castaño que cubría su cuerpo. Además, el día anterior, se había arreglado el pelo, y Felisa, su amiga, le había cortado las patillas, las cejas y la barba, peinando las puntas hacia arriba, dándole un aire más alocado y fiero del que ya tenía. Había masticado raíces de álamo para limpiar sus dientes y colmillos y saboreado menta y eucalipto para aromatizar el aliento. No era el más guapo, pero sí uno de los más apuestos hombres-lobo de la zona.
Se sentía bien, estaba contento hasta ese momento, en que sintió una fuerte punzada en la planta del pie. No sabía cómo, se había clavado una púa debajo de la pezuña. Con mucho cuidado trataba de sacársela, pero no podía, sus enormes pulgares no alcanzaban a cogerla correctamente, y cada vez que lo intentaba, le dolía una barbaridad. Después de más de media hora, cuando ya iba a desistir, oyó un chapoteo en el agua, levantó la cabeza y, estupefacto, contempló como de la nada surgía una ninfa, radiante, de luenga melena dorada sujeta por una diadema de flores silvestres, iba ataviada con un ropaje otoñal de hojas, largo hasta los pies, ondeado junto a su cabellera por un suave céfiro deseoso de acariciarla. Andaba de puntillas sobre el agua, apaciblemente, mojando inadvertidamente las puntas de los encajes desiguales del vestido. Flip no podía dejar de mirarla mientras se le acercaba, ¡Era tan bella!
Una vez frente a frente, todavía mejoraba, sus ojos azulados como el mar brillaban incandescentemente, resaltando una mirada penetrante y dulce al mismo tiempo. Por un minuto permanecieron allí, en silencio, hasta que ella señalando su pata, se ofreció a ayudarle. Flip asintió a pesar de su miedo al dolor. Ella, delicada y grácil, buscó suavemente con sus finos dedos entre el pelaje hasta sacar lentamente la astilla. La cara de alivio de Flip la hizo sonreír, era preciosa. Cogió un poco de barro del suelo y haciéndole un breve masaje, le refrescó y acondicionó la piel lastimada.
Notaban su atracción, aun sabiendo que sus mundos jamás podrían aunarse.
Ella se presentó como Lébula, ninfa de la bondad, había sido enviada por el Duende Mayor para buscar un ejemplar de Flor de Amor, que crecía cerca de allí. Flip, seducido por ella, se ofreció para ayudarle a encontrarla.
Empezaron a caminar, subiendo la ladera tranquilamente, hablando, conociéndose… hasta llegar a la base del monte Kartaju, uno de los más altos de la comarca. Desde su cima, decían los viejos del lugar, se divisaba el fin del mundo, y, según la leyenda, todo aquel que conseguía llegar a la cúspide, podía pedir un deseo que siempre se cumplía. Flip no sabía de nadie que lo hubiese conseguido.
Bordearon la zona norte del bosque siguiendo el camino cogidos de la mano, rodeados por mil y un arbustos, plantas y matas de todos los colores posibles. Según las indicaciones dadas a Lébula, al final del sendero había un pequeño lago, en la orilla del cual se encontraba la flor anhelada.
Al cabo de unas horas, llegaron al fin, cientos de árboles de hojas cobrizas cercaban mimosamente el espejo acuoso, nítido y brillante que alimentaba con delicadeza pequeños grupos de Flores de Amor. Era una flor inusual que Flip jamás había visto, de tallo plateado y pétalos sangrientos, se mostraba curva y sumisa, dejando resbalar por sus hojas gotas de rocío, llorando, mientras esperaba el momento de unir dos corazones solitarios ávidos de amor.
Lébula se disponía a cincelar cuidadosamente el tallo de una de ellas, para así permitir su regeneración, cuando de repente, un enorme monstruo hambriento salió de detrás de un árbol. Debía medir unos 3 metros de altura por 2 de ancho, sus garras eran 5 veces mayores que las de Flip, éste, padeciendo por Lébula, se interpuso entre ella y el engendro, pero antes de lo que esperaba, la bestia le propinó una repentina y fuerte patada en el estómago, cayendo de rodillas falto de respiración, incapaz de mover un solo músculo. Allí tumbado, inmóvil, pudo contemplar con impotencia y desespero como la fiera se dirigía a Lébula velozmente, ella, dejando caer la daga, empezó a retroceder, pero no pudo escapar, la cogió brutalmente por la cintura y la lanzó con todas sus fuerzas contra el suelo, saltándole encima y rasgando su cuerpo con cientos de cuchilladas perpetradas con sus afiladas uñas. Viendo la intención de la bestia de comerse a su mortecina amada, Flip, se levantó y, lleno de rabia y odio, cogió el puñal y se lo clavó con todas sus fuerzas en el cuello, degollándolo brutalmente. La fiera empezó a gorgotear, ladeando la cabeza y gesticulando violentamente, disgregándose en el espacio, como polvo negro consumido bajo tierra.
Cuando la tranquilidad volvió a reinar, Flip se acercó a Lébula, permanecía extinta, abatida sobre la hierba. Sus ojos, sin brillo se habían cerrado, sumiéndola en un fatal y amargo sueño del que Flip no podría formar parte. Triste y compungido empezó a llorar por ella, abrazándola. Sollozaba sin consuelo, deseando haber sido él el acuchillado. No la había podido salvar.
Entonces recordó la leyenda del monte Kartaju. Una luz de esperanza le motivó, creyó intensamente en la posibilidad de resucitarla, y dejando el cuerpo inerte de Lébula sobre una piedra plana rodeada de flores, empezó a subir el cerro, corriendo, sin descanso, gastando en cada zancada todas sus fuerzas, sólo deseando llegar cuanto antes a la cima para lograr su propósito.
Al cabo de tres horas sin descanso, se dio cuenta, muy a su pesar, que pasaba una y otra vez por los mismos lugares. Estaba dando vueltas, no avanzaba, desesperado intentó razonar, el monte estaba encantado, si quería reencontrarse con ella debería vencer el hechizo. Siguió caminando, ahora más despacio, fijándose en cualquier detalle o fallo en el espacio-tiempo, cualquier cosa que le ayudara. De repente, al lado de un salto de agua, vio un potus de enormes hojas formando una densa cortina vegetal, probó suerte, se acercó y al ir a tocarlo, éste se desvaneció por arte de magia, dejando la boca de una gruta al descubierto. Flip entró, al término se veía la salida, mil rayos de luz emergían de ella iluminando el interior de la cueva, llena de estalactitas y estalagmitas de oro puro, resplandecientes. Flip siguió hasta el final, al salir de allí no dio crédito a lo que veía, justo a un par de metros de la salida el suelo acababa, y más allá sólo concebía vacío, un espacio negro lleno de estrellas fugaces que no cesaban de bailar celebrando la llegada del intruso, quien por primera vez, y única probablemente, tenía a sus pies el fin del mundo. No sabía qué hacer, miró fijamente uno de los cometas y deseó con todas sus fuerzas que Lébula reviviera.
Esperó unos minutos, pero nada cambió. Todo seguía igual, ni un sonido, ni una luz… nada. Se sintió derrotado, desmoralizado. Ahora se daba cuenta de que no siempre las leyendas son ciertas. Dio media vuelta, cruzó la gruta y empezó a descender por el sendero mientras el potus renacía rápidamente ocultando otra vez su esplendoroso secreto.
Al llegar al lago ella seguía allí, sobre la piedra, sumida en su eterno estadio de sueño. Flip, triste, con algunos troncos y hiedras realizó una pequeña balsa, puso a Lébula reposando encima y le cubrió el cuerpo de flores para tapar sus heridas. Entonces, cogiendo la daga que ella llevaba, cortó una de las Flores de Amor de la orilla y se la puso en el pecho, en medio de los dedos entrelazados de sus manos. Arrastró el flotante féretro hasta el lago y lo empujó.
Se arrodilló desalentado mirando como se alejaba de él, despidiéndose con la mirada. En aquel momento el cielo se oscureció, Flip alzó los ojos y vio una estrella fugaz bajando velozmente hacia Lébula, sin dominio alguno, se introdujo dentro de ella y la elevó unos metros, una bocanada de aire frío envolvió su cuerpo inerte y abatido, y transportándola lentamente, la depositó de nuevo encima de la piedra plana. Sus lesiones habían desaparecido y sus vestimentas se habían reestablecido, en sus mejillas empezaba a divisarse ese tono rosado que había perdido al irse.
Flip, alucinado, se acercó a ella y al ver que abría los ojos no pudo contenerse, la abrazó y besó incesantemente, repitiendo una y otra vez que la quería. Lébula, feliz, le devolvió los besos. Para celebrarlo, empezaron a bailar encima de la piedra, mientras un millar de estrellas multicolores danzaban a su alrededor celebrando tal esperado lance.
Cuando se relajaron, vieron que empezaba a oscurecer, rápidamente Lébula talló una Flor de Amor y emprendieron el regreso a casa.
A medio camino Flip se percató de algo, detrás del hombro de Lébula había tatuada la Flor de Amor. Ella curiosa buscó en él el equivalente, y evidentemente, lo encontró en el mismo sitio, sin quererlo habían gastado una de ellas, sonrientes se cogieron de la mano y siguieron su camino, sabiendo que aquel instante duraría para siempre. 

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